“"La
extraña derrota", de Marc Bloch
LA
EPOPEYA FRANCESA DE UN MILITAR VENCIDO
La
importante labor historiográfica de Marc Bloch pudo en buena medida
contribuir a que pasara desapercibido el valor de textos como La extraña
derrota, una reflexión escrita entre julio y septiembre de 1940,
esto es, poco después de la ocupación de Francia por parte
de la Alemania nazi. Pese a que el escritor sobrepasaba los cuarenta años
en el momento de iniciarse las hostilidades, y pese a haber conocido los
horrores de la Primera Guerra Mundial, Bloch se alistó en el ejército
tan pronto comenzó la lucha, y obtuvo un destino en el frente.
Allí vivió el hundimiento de las posiciones francesas ante
el imparable avance alemán y fue testigo directo de los errores
de estrategia cometidos por el mando instalado en París, además
de la desorganización e imprevisión que subyacía
a una apariencia de disciplina. La famosa línea Maginot, un prodigio
de la ingeniería militar según se consideraba entonces,
partía del erróneo supuesto de que los blindados alemanes
no atravesarían los bosques de Las Ardenas.
La extraña derrota es a la vez el informe riguroso de un militar
vencido, una profunda reflexión sobre el compromiso de los ciudadanos
con la libertad y, sobre todo, una hermosa obra literaria. A lo largo
de sus páginas toman alternativamente la palabra el oficial conmocionado
por la fulminante derrota de su país, el prestigioso historiador
que fundó junto a Lucien Febvre los Annales d´histoire économique
et social y, finalmente, el hombre de letras que antepone decididamente
su condición de francés a la de judío, según
sostiene expresamente. El texto está redactado como el testimonio
de un oficial que vive en carne propia cuanto describe, y de ahí
que los capítulos lleven títulos tan significativos, y a
la vez tan estremecedores, como los de Presentación del testigo,
Deposición de un vencido o Examen de conciencia de un francés.
El tono de todos ellos es grave, como corresponde al asunto que tratan,
y la actitud del autor no elude en ningún momento la asunción
de responsabilidades, sean individuales o colectivas. Destaca a este respecto
la angustia de Bloch al interrogarse por la suerte de un motorista al
que envía con un mensaje a través de las líneas.
Nunca llegó a su destino, y Bloch confiesa sus remordimientos cuando
toma conciencia del poder de su palabra de militar: tan sólo por
obedecerla, escribe, un muchacho joven es capaz de sacrificar su vida.
La distinción entre el hombre de estudio y el hombre de acción
es contestada por el autor de La extraña derrota. A su juicio,
nadie está obligado a renunciar a su formación ni a su saber
para incorporarse a la defensa de una causa. Antes por el contrario, la
cultura adquirida en tiempos de paz resulta de extraordinaria utilidad
para el servicio de las armas. Desde esta óptica, resulta difícil
suponer que Bloch no repetía la crítica a la escolástica
medieval que conocía como historiador cuando, haciendo balance
de la estrategia militar de su país, asegura que la peor educación
que pueden recibir los cadetes en las academias es la que confunde las
palabras y las cosas. En buena medida, ésa pudo ser la causa última
de la fulminante derrota de Francia: a fuerza de repetir conceptos y sentencias
sin conexión con la realidad, el mando imaginó estar en
condiciones de contrarrestar cualquier ataque alemán. Y convertidos
en simple jerga sus planes de defensa, la vulnerabilidad del país
resultó ser absoluta.
La experiencia de Bloch como historiador se advierte, en segundo lugar,
cuando se refiere a la política francesa posterior al Tratado de
Versalles. Es precisa mucha lucidez, y a la vez mucho coraje, para reclamar
para el propio país -justo en el momento en que es víctima
de una humillante derrota- la responsabilidad de "mantener sangrantes
los antiguos litigios que nos enemistaban con aquellos a los que acabábamos
de vencer con harto esfuerzo". Bloch reconoce que era difícil,
por no decir imposible, prever que el nazismo sería la forma en
la que respondería Alemania. Pero admite que los franceses contaban
con que en cualquier caso habría una respuesta, sólo que
daban por descontado que la victoria volvería a caer de su lado,
como la primera vez. Esta confianza sin fundamento es la que dirigió
las relaciones con Alemania, en las que, siempre según Bloch, el
gobierno de París cometió el peor de los errores: no advertir
que su falta de apoyo a los partidos democráticos favorecía
la causa de los extremistas.
Las reflexiones de Bloch acerca de su condición de ciudadano francés
resultan, por último, de una penetrante lucidez, en particular
teniendo en cuenta los difíciles momentos en que las escribe. Bloch
recuerda lo que aún hoy parece seguir operando en muchos casos
como una verdad inamovible: que las "predisposiciones raciales son
un mito". La idea de que la humanidad se encuentra dividida entre
arios y semitas -según establecería la doctrina que otro
francés, Maurice Olender, denominó "la revelación
indoeuropea"- no pasa de ser una quimera, aderezada con una jerga
que recuerda el lenguaje de la ciencia para mejor disimular su verdadera
condición. Bloch se declara francés, solamente francés,
y no admite más circunstancia para reivindicar su nacimiento en
el seno de una familia judía que una agresión previa por
razón de su origen. Llevando hasta sus últimas consecuencias
esta aproximación a un asunto que quedará como una de las
mayores monstruosidades del siglo XX, el autor de La extraña derrota
se muestra fervoroso partidario de conceder protección a todos
los alemanes que, perseguidos por su condición de judíos,
se unen a la resistencia de Francia contra la ocupación. Pero advierte
que identificar sus angustias y sus padecimientos con las de los judíos
franceses era, en gran medida, aceptar las premisas de la política
de Hitler, aplicadas a su vez por el régimen de Vichy, que ya había
iniciado las deportaciones. Para Bloch, era la causa de la libertad la
que estaba en juego tanto en Francia como en Alemania. Y, por lo tanto,
debía corresponder a franceses y alemanes, en tanto que tales,
defenderla.
Las descripciones de los cuartos de banderas en los que los oficiales
franceses apilan sin pudor coronas mortuorias antes de que empiece el
combate -"una cortesía prematura", dice Bloch con ironía-;
la confusión en el instante mismo de desarrollarse la batalla,
tan parecida a la descripción de Waterloo trazada por Stendhal;
la angustia de los soldados que, atrapados en una bolsa de resistencia
frente a los alemanes, otean el horizonte del mar para adivinar la llegada
de los barcos británicos que los pondrán a salvo; la despreocupación
de la oficialidad por el uniforme como prueba de que la derrota había
sido absoluta o, en fin, la descripción de los ataques aéreos,
cuya eficacia en provocar el terror entre las poblaciones hace de ellos
una de las estrategias más crueles de todos los tiempos, van componiendo
uno de los cuadros más completos de lo que supuso y significó
el año de 1940 para Francia y para el mundo.
Después de una breve estancia como refugiado en Inglaterra, en
la que Bloch y los militares franceses conocen campos similares a los
que había padecido los españoles republicanos en la frontera
pirenaica, el historiador regresa a su país para incorporarse a
la Resistencia. Durante cuatro años participa en el hostigamiento
al ejército ocupante, al tiempo que sigue reflexionando acerca
de los asuntos que deberá enfrentar la Francia liberada, como la
educación o la justicia. En 1944 fue detenido en Lyón y
sometido a brutales torturas. Algunos testigos vieron cómo le trasladaban,
ensangrentado, fuera de las dependencias de la Gestapo, y durante algún
tiempo se ignoró su paradero. Finalmente se supo por otro testigo
que había sido fusilado en Trévoux, el 16 de junio de 1944.
Al parecer, un muchacho de dieciséis años fue también
ajusticiado. Antes de morir, le preguntó al historiador si dolería.
Bloch, que había confesado en sus escritos no resistir el sufrimiento
infantil durante la guerra, se limitó a contestar, siempre según
el testigo: "No, hijo, no duele". A continuación, gritó
"¡Viva Francia!" antes de caer acribillado.
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